Soy del campo y del callejón.

… lo digo con orgullo, de ello ser alburero, medio gandalla en situaciones que se necesita que las cosas se muevan así como saberse mover por la calle como si fuera tuya o en su defecto pasar por desapercibido. Del otro lado, de la sangre materna está la vida del campo, de ella la mente libre para observar y esencialmente imaginar. En ambos casos ya sea de la calle o del campo tengo algo que confesar, la admiración por los abuelos. Mi abuelo Ramón, citadino y mi abuelo Gilberto, de Hidalgo), si bien eran totalmente diferentes los dos eran doctores, los dos eran pulcros y los dos, no sé si por la época y sus status de clase o profesión, tenían admiración por los carros y los relojes. Ambos eran doctores.

Cuando veo la foto «Mirada de relojero» (única foto aquí) creo que mis dos abuelos pudieron encarnar en esa persona, obviamente el relojero no lo sabe. Cuando me enteré de que la asignación tenía que ver con un relojero monumental, la primera tontería que llegó a mi mente fue: ¿Pues de qué tamaño es ese tipo? inmediatamente me di cuenta que no era el tamaño de la persona, si no del reloj. Me citó frente a la puerta del Palacio Postal, frente Bellas Artes, al costad del MUNAL y del Museo de Minería. Era un hombre bajo (a diferencia de lo que pensaba) robusto pero sin caer en lo acartonado, amable, pausado, literal: con dominio del tiempo, al menos del suyo. Se presentó, me presenté y me pidió que lo acompañara por el interior del palacio. Todos los vigilantes ya de edad, cajeras maduras y carteros que circulaban por ahí lo saludaban. Entró con ritmo constante, subió las escaleras, alcanzó la punta de su llavero de cadena en el fondo de la bolsa del pantalón mientras subía los últimos escalones, ya con las llaves en la mano, se volteó hacia mí y me dijo: El reloj está por aquí, sígueme.

La parte superior del edificio del Palacio Postal está llena de cuartos pequeños que hoy son oficinas pequeñas, todos ellos con puertas de picaportes redondos, quizá los originales desde 1907 cuando fue inaugurado. En el cuarto de la esquina, justo en el ángulo de Eje central y Tacuba estaba para sorpresa mía, el cuarto de la maquinaria del reloj. Así es, es muy probable que si se ha visitado el centro se haya visto el palacio, y si se ha visto el palacio, es muy probable que se haya admirado su bello reloj de la fachada.

Estábamos en el cuarto destinado desde sus inicios a guardar una estrctura de madera sólida pero ya vieja, como esos sillares de las iglesias de pueblo que han sido pulidos por las rodillas y codos miles de veces desde hace decenas de años. Tal estructura cargaba la maquinaria del reloj cuya carátula daba a a calle, a la ciudad de México. El relojero, caminaba alrededor de ella como viendo si no había nada diferente desde la última vez que estuvo ahí. Se arremangaba la camisa y me decía, cada tres meses, vengo a dar mantenimiento a este reloj. Automáticamente llegaron la imagen de mis médicos más antiguos, de mis abuelos, quienes explicaban el valor de las maquinarías, de los autos y finalmente de los relojes, haciendo un comparativo de cuando se tenía que abrir un cuerpo humano y ver su perfección desde las entrañas. Estaba, sin imaginarlo, en el interior de un reloj, en sus entrañas.

Sopleteó con aire comprimido la maquinaria, la limpió y engrasó. Recorrió desde los segundos y sus mancillas hasta los tornillos que sostenían lo sostenían en la estructura de madera que parecía, desde ese cuarto con un hermoso ventanal, el corazón latente de un edificio entero. Estuvimos por más de una hora y media ahí. Se tomó el tiempo suficiente y terminó con su labor.

El centro estaba a reventar, como siempre. Pero la verdad no hubo paso entre el Palacio Postal y el Centro Relojero (Casi llegando a Zócalo), que no pensara en mis abuelos mientras caminábamos a su negocio. A ambos les habría encantado estar ahí tanto como el que yo los pudiera haber acompañado a una operación, de esas de la vieja escuela donde había pocos aparatos eléctricos y casi nada de utensilios de plástico.

Llegamos a su local el cual parecía una madriguera, un lugar casi lúgubre que se hacía pesado por la cantidad de micro-tornillos y diminutos engranes acumulados por años. Pinzas, desarmadores, lupas, todo de tamaños casi ridículos que de salir a la calle a querer reparara algo con ese tamaño, serían piezas que no servirían para nada, pero dentro de esa madriguera, en la manos del relojero, eran suficientes y sencillas para reparar los relojes y con ello marcar el tiempo nuevamente.

Acabé por contarle al relojero de mis abuelos, le decía que lo único que había aprendido de medicina era la clínica (el arte de observar al otro para curarlo, para curarse uno mismo) y lo que él había hecho con el reloj monumental en el Palacio Postal había sido eso, observarlo, escuchar su maquinaria, verlo andar. El relojero tenía un cuerpo como de alguien que se hubiera forjado en la calle como mi abuelo Ramón, quizá como el de todos los agudos abuelos viejos, pero su mirada era del campo, como la de mi abuelo Gilberto quien como vi, paseaba tanto en la maquinaria de los relojes como entre los edificios al caminar por las calles del centro.

«Me habrían caído bien, yo creo», reía. A mí también, pensé. Los conocí poco, pero lo único que pensaba era qué habría sido inolvidable perder el tiempo con ellos.

MC.

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