El cielo más azul, los cantos más profundos.

Mi padre es un gran médico, mejor dicho, es un gran y reconocido cirujano. Es como un “Rolling Stone” de la medicina, a algunos les encanta y otros les da miedo sus atrevimientos mientras opera ya que se atrevió a hacer cosas que nunca nadie quizo hacer. Como tal, por un largo periodo de su carrera era invitado a impartir conferencias y pláticas continuamente y en todo el mundo, una de ellas fue en Turquía. Mi padre se llama Manuel Cerón, nombre que heredé.

Llevar su nombre ha tenido muchos sorpresas, cosas que con el tiempo van adquiriendo peso, por ejemplo: su nombre en redes aparece primero en google que el mío. Si bien el apellido no es muy común, definitivamente me ha traído cuestionamientos en la vida y también un gran regalo,  lo cuento: El afamado doctor tenía una invitación a un congreso en Turquía, no pudo ir y mandó una carta negando la invitación a la asociación médica, pero para fortuna mía, el boleto de avión ya estaba dado y adivinen quien viajó en ese asiento de avión, en efecto: Manuel Cerón, yo.

Llegamos a Estambul mi hermano y yo. Fue la primera vez que hacíamos un viaje al extranjero juntos. Estambul era otra cosa, otro idioma, otra forma de vivir, de ser y ver la vida. No sabía mucho qué pensar y moría de ansia por tener ese primer contacto con otro mundo al bajar del avión. Bastó que las puertas del aeropuerto descubrieran las calles de aquella capital para que toda la fuerza de una tierra milenaria me recibiera con un barullo en un idioma que sonaba a alguien que se ahogaba y gritaba a la vez.

De aeropuerto al centro de Estambul hicimos casi dos horas, el tráfico es mayor al de la Ciudad de México, cosa que me dio cierta tranquilidad. Eso era algo que tenía digerido por completo y que nadie me podía platicar.  El barullo en turco me seguía pareciendo intrigante. MIs primeras impresiones fueron básicas: las mujeres, pocas en cantidad y los hombres enormes. Hasta ese momento en aquel camión que nos llevaba al hotel, no había nada mas que una ciudad gigantesca y moderna como de la que había partido. 

Al día siguiente un camión nos llevó al centro de la ciudad no sin antes cruzar por el Bósforo, Estambul se reparte entre la encrucijada de tres continentes. El camión cruzaba por el puente de Mehmed II varias veces al día, por lo que el Bósforo comenzó a ser referencia. Así llegamos al centro de la ciudad. Apenas cruzábamos el puente cuando después de pasar algunos rascacielos de los alrededores, la arquitectura comenzaba a cambiar, de grandes edificios de cristal a enormes muros de piedra con miles de años de antigüedad. El cielo a lo largo del viaje tenía un color azul profundo, no sé si sea el reflejo del mediterráneo, el frío o las ganas de absorber todo lo que pudiera por todos los sentidos y a todo momento. Mientras otras ciudades del mundo me habían parecido que ya las conocía, Estambul no. Entre mezquitas, sinagogas e iglesias, muchas de ellas con más de mil años de construcción, caminamos y el barullo no se quitaba, los muros parecían hacerse grandes, el mar brillante y la gente me parecía que caminaba como si estuviera en una novela de cientos de páginas y no en una ciudad. 

El barullo seguía y bastaba que nos acercáramos a los mercados o plazas para que se intensificara al punto de silenciarme desde el asombro interior. De forma repentina, llegó el silencio, un canto sonaba, canto que hasta días después supe que venía de bocinas ubicadas en las cúpulas de las torres de los cientos de mezquitas salpicadas en todo Estambul. Aquel barullo se convertía en llamado y con él, los pájaros rayaban el cielo mientras muchos de los caminantes bajaban la cabeza. Comenzaron las repeticiones que parecían ocupar el cuerpo de miles desde un impuso de miles de años atrás, aquel barullo se convertía en el aire mismo, el el azul del cielo, los muros de aquellas mezquitas, el adoquín de las calles aun con tranvías viejos se ensanchaban como si estuvieran como todos respirando profundo. Comenzaba el rezo. De forma sincronizada Estambul vibraba con nosotros dentro. Los cantos seguían, las aves volaban. Aquel canto, cruzaba la ciudad como si los muros de las iglesias, sinagogas y mezquitas no existieran, como si la gente fuera de aire, com si los árboles no tuvieran masa.  Y repentinamente todo se descomponía y la vida avanzaba, como siempre hasta el canto nuevo.

Era inevitable pensar y comparar nuestra cultura con aquella civilización del oriente, cuando nuestros vestigios más antiguos apenas se desdibujaban en Turquía ya había vestigios de lo que hoy llamamos occidente con miles de años de antigüedad sin ser vestigios, siguen de pie tan vivos como desde sus primeros días en la historia del mundo. Apenas era el primer día de viaje y para entonces apenas había podido articular algunas palabras. Estuve en Turquía por casi un mes, un mes que al parecer todavía no termina.    

A la fecha, no he podido dejar de tararear desde mis adentros el eco de aquel barullo.  Estambul huele a sal. Los pájaros en ningún lugar rayan el cielo como ahí. Parece mentira que gracias a mi nombre, al nombre que heredé, al nombre que pronuncio sin darme cuenta ya, pude vivir un por un corto periodo de tiempo un silencio que solo se da entre continentes, cuando el cielo es azul y donde el canto es más fuerte que cualquier palabra. 

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